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El Martí que me acompaña

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Mi primer y más primitivo recuerdo acerca de quién es o cómo es José Martí se remite a mis ya lejanos y olvidados cinco años. En ese momento aprendí ciertos versos que debía repetir en algún lugar que nunca he logrado reconocer, pero que me han acompañado desde entonces: “…abran puertas y ventanas que ahí viene Martí con la bandera cubana…”

Desconozco quien es el autor de los mismos, pero no mentiría si digo que fueron la puerta de entrada de ese ilustre cubano a mi vida.

Este primer recuerdo se entremezcla con la voz de mi abuelo cantando algunos de sus versos cada vez que le veía en algún programa de televisión de ese entonces. Para ese momento ya repetía algunos de ellos, ignorando que Los versos Sencillos de Martí serían un apoyo en mis lecturas posteriores; lo mismo que la Guajira guantanamera.

En una de las paredes de la escuela en la que hube de estudiar la enseñanza primaria, tras el busto del Apóstol, había grabadas algunas de sus frases medulares y una de ellas era repetida por mi maestra de segundo grado llamada Caridad México “…hombres recogerá quien siembra escuelas...”; que además la tenía bordada en un estandarte que colgaba a un costado de la pizarra junto a una foto de Martí adolescente. Fue de su boca que escuche por vez primera llamar Apóstol a Martí; y ese mismo empeño puso en llevar a toda su clase a visitar “aquella casita en la calle de Paula” más de una vez.

Así llegó un tiempo en que sabía de memoria esos Versos Sencillos que dominaban mis compañeros de aula y repetíamos todos, ignorando que había otros Versos Sencillos y los Versos libres. Y en aquellos primeros acercamientos escolares no podían faltar Abdala y el Ismaelillo.

Fue en mi paso por el pre universitario que José Martí se me revelo por primera vez en casi toda su extensión y fue obra de mi maestra de literatura la Dra. Genoveva Novoa –hermana menor de doña Rosario—cuando rompiendo las normas del programa amplió nuestra visión del Martí poeta con el resto de sus Versos Sencillos; aquellos en que el hombre se muestra en toda su dimensión humana. Sus clases eran verdaderos viajes a la vida de un hombre que nos superaba y a la vez era cercano.

Un Martí que ama como un mortal, que duda ante el amor de una mujer pero que descubre que ella llora por él toda la noche. Con esos argumentos entendimos sus ensayos y sus otros matices literarios. Fue esa misma maestra quien nos definió por qué era llamado “El apóstol” y quien era Jorge Mañach el hombre que lo llamó así.

Martí; lo mismo que Antonio Machado, Miguel Hernández, Nicolás Guillén y otros poetas, era parte de esa música que acompañó mi crecimiento humano a lo largo de los años setenta y parte de los ochenta.

En mi casa están los discos que recogían las canciones hechas con los versos de esos poetas. Ora Amaury Pérez, ora Sara González, ora Joan Manuel Serrat y Pablo Milanés corrían por las agujas del tocadiscos familiar, alguna que otra vez en la tarde de un sábado cualquiera.

No voy a afirmar que en esos años era un devoto martiano. Era lector de los Versos Sencillos. Los devoraba y trataba de aprenderlos. Encontraba en ellos el justificante para entender mis aciertos y fracasos en materias de amores y de relaciones sociales.

Salía del mundo por una puerta natural. Tenía amigos sinceros; y me he salvado junto a un verso que intenté escribir y que muchos años después descubrí que era una obra fatal. Pero cuando lo escribí, febril de amor y sediento de expresar ideas, consideraba que eran una obra de arte a la altura de mi tiempo.

Con eso me bastaba.

Mi vocación martiana, totalmente personal, es obra de dos personas. Fue mi profesora Nuria Nuyri quien me prestó, con carácter no devolutivo, los escritos de Juan Marinello sobre la obra y la vida de Martí; y me aportó como complemento uno de los dos ejemplares del libro de Mañach que atesoraba.

No negaré que Marinello me fue más cercano, familiar. Era su modo de escribir, de ver y presentarme su versión acerca de Martí. Era un Martí muy humano, hombre que cometía errores y que sobre los mismos se alzaba. 

Estaba también Juan Marinello el poeta. Lo mismo que yo, adorador de los Versos Sencillos y los Versos libres. Solo que los suyos me superaban. Poco a poco descubrí esa conexión que había entre estos dos hombres. Cubanos en toda la extensión de la palabra y el concepto y equilibristas de los acontecimientos sociales. Cada uno en su tiempo y espacio. Trascendentes.

Los leí a los dos. Los interiorizaba y tomaba de sus poemas esas sentencias que iluminarían determinados actos de mi vida. Fue así que me hice martiano. Solo que no lo pregonaba. Ser martiano lo asumí como una actitud ante la vida, ante los hombres y ante aquellos con los que compartía la experiencia de la vida. Era mi utopía personal.

Pasaron los años y vinieron otras lecturas y otros puntos de vista sobre Martí, entre ellos los que medularmente propusieron Cintio Vitier y Fina García-Marruz. He tenido la suerte de escuchar y contradecir a Pedro Pablo Rodríguez cuando Martí ha sido el centro de nuestras conversaciones sobre música cubana; y hemos consensuado que al asumirlo debe ser desacralizado cuanto se le intenta “meter en clave”.

Fue Odilio Urfé quien me regalo una copia del coro de clave que le dedicaran a comienzos del siglo XX. Es uno de los discos que más atesoro y junto a otros, parte de mis trofeos culturales. 

Debo decir que no he leído sus obras completas, aunque heredé una colección editada en los años sesenta, de tapa blanda impresa en un color violeta que fue comprada por mi familia. Aún la conservo en casa de mis padres.

A mis hijos he legado una copia de su poesía y les hice acompañarme a Santiago para llevar una rosa blanca a su tumba; les enseñé igualmente las tumbas de otros ilustres cubanos contemporáneos con Martí. Entonces volví a recordar aquella crónica suya del viajero que llega a Caracas y como primer acto rinde honores al Libertador.

Hay tantos Martí como cubanos existen. Cada uno tiene su propia imagen y lo asume desde sus virtudes y miserias. Desde su altura personal y su sentido del deber.

El mío, el que me acompaña, carga en sus manos una luz que nos trasciende y que comparte con mi familia. Es un Martí al que cantaba mi abuelo; que me inculcaron mis maestras y tiene una pena que comparte con un verso.

Ese es el Martí que también acompaña mi futuro, y entra sin permiso por las puertas y ventanas de mi casa y mi vida con una bandera cubana. El que cuando tocan a esta tierra sabe que la virgen se llama Juana. (Tomado del Periódico Cubarte)

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