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Vitier se dice cubano

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José María Vitier declaró sentirse bendecido por ser músico en la isla de la música. Frase nacida del corazón, como las que dedicó a sus maestros inspiradores, al amor que por medio siglo Silvia, su compañera, y él se profesan, y a la vocación de crecer, resistir y soñar en esa Cuba esencial que ha sabido apresar en su arte.

Partituras nacidas del corazón, de la sensibilidad poética, de un sentido de pertenencia que dialoga con este y otros tiempos, con la vista y el oído hacia los tiempos por venir, se prodigaron en la jornada dominical que consagró al compositor como Premio Nacional de Música 2021.

No caben dudas: existe un sello Vitier, el de José María, como existe también el sello que imprimió su hermano Sergio, honrado antes con el alto reconocimiento a la creación. Con dos palabras, dichas al vuelo al finalizar la entrega, el maestro Luis Manuel Molina sintetizó el asunto: José María es una marca registrada.

Cualquier obra suya, sea para instrumento solista o voz, conjunto de cámara u orquesta, concebida para una producción audiovisual o la sala de conciertos, posee signos distintivos que se revelan en primera instancia. Bastan solo unos compases, un breve pasaje o tan solo una insinuación sonora, para tener la certeza de que se trata de una obra de José María.

El programa fue de menos a más en cuanto a intensidad, mas no en gravidez estética. La confluencia del piano de Marcos Madrigal y la flauta de Niurka González en Intimidad y Balada del amor adolescente abrió las compuertas de un lirismo refinado.

La flautista y el pianista, sucesivamente y por separado, con el acompañamiento de la Sinfónica Nacional, prolongaron la ruta con el tercer movimiento del Concierto para flauta y orquesta (de Habana concerto), Danza de fin de siglo y Tema del mar, estas dos últimas derivadas de la banda sonora del filme El siglo de las luces, de Humberto Solás. Más adelante el público levitó con el recuerdo del tema principal de Fresa y chocolate, grabado con fuego en la memoria de muchísimos cubanos.

El Concierto para piano y orquesta, tercera parte del Habana concerto, estrenado el pasado noviembre, es una partitura que condensa y a la vez expande el universo sonoro de un compositor que erige su creación desde un instrumento que recorre de punta a cabo la identidad de la nación. Cómo no divisar de lejos o cerca las señas de Ruiz Espadero, Cervantes, Saumell, Arizti, Lecuona, Guerrero, pero también las de Romeu, Fariñas y Chucho. El segundo movimiento, en la interpretación de Madrigal, puso en valor la riquísima paleta melódica en su complejo entramado rítmico pletórico de referencias identitarias.

Un verdadero banquete llegó con Contradanza festiva, en la que Madrigal cedió espacio en el piano al propio autor, en el centro de una sesión pianística de alto vuelo y desbordada imaginación, en medio de la cual no pocos evocamos que en el linaje de José María también se halla la sobra tutelar de su tío Felipe Dulzaides, a quien mucho debe el desarrollo autóctono del jazz. A cuatro manos culminó la partida que anticipó el clímax con la audición de Ave María por Cuba.

Pocas obras como esta, en el plano sinfónico-vocal, encierran tanto simbolismo. En su transcurso, como quien cuece desde las fuentes una nueva estación litúrgica, late el pulso de la nación, su origen y destino, su imagen y proyección, su razón y esperanza. Cada vez que la escucho –la voz clara y rotunda de Bárbara Llanes, el teclado vibrante de José María, la plenitud de la orquesta, el toque del cencerro, los golpes en los cueros del iyá, el itótele y el okónkolo– vienen a mí las palabras de José Martí: “Yo no sé qué misterio de ternura tiene esta dulcísima palabra, ni que sabor tan puro sobre el de la palabra misma de hombre, que ya es tan bella, que si se le pronuncia como se debe, parece que es el aire como de nimbo de oro, y es trono o cumbre de monte la naturaleza. Se dice cubano y una dulzura de suave hermandad se esparce por nuestras entrañas…” (Tomado de Granma con foto de Ricardo López Hevia)

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